Pantalla

Todos creen conocer a la muerte. Una capa negra. Una muchacha hermosa. Un hombre descarrilado. Pero nadie se fija en las sombras; en las sombras de la misma ciudad en la que viven. Nadie se fijó en esas cuevas en los altos edificios llenos de computadoras listos para interrumpir con la máquina de la vida. La muerte es eso. Un delincuente, dirían algunos (pero mejor no nos enfoquemos en eso). Un ermitaño escondido tras las pantallas que espía las vidas de todas aquellas personas tan débiles que ni siquiera son capaces de escoger su propio momento final.

Todavía no se sabe bien qué es. Algunas veces parece ser una muchacha alta, ancha de hombros y un aspecto de lo más terrorífico. Otras, con diferente luz, se puede ver un hombre pequeño, sin mucho músculo, que se esconde detrás de unos gigantescos anteojos que parecen desfigurarle la cara, pero si la ves mientras duerme (porque sí, todos debemos descansar a veces), uno puede apreciar un dulce rostro, tan hermoso, tan inocente, tan femenino, el cual desencaja con el aspecto de fisicoculturista masculino que posee.

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando la muerte (digámosle Fran para facilitar las cosas) se encontraba tomando su habitual café negro (como su alma, dirán algunos, pero no, Fran es simplemente intolerante a la lactosa) cuando las luces de peligro se prendieron. Esas luces señalaban que alguien podría estar a punto de perder la vida. En este caso, era una mujer que estaba a punto de inyectarse la quinta dosis de heroína, quien, aunque no se diera cuenta, estaba lista para dar su último respiro. Y así fue. Fran presionó sus teclas tan pequeñas, pero tan mortales, y el virus se infiltró en el aparato de vida de esa mujer (a la cual no le daremos nombre para evitar cualquier tipo de apego. De hecho, he decidido no darle nombre a ninguna de las víctimas para, por lo menos intentar, que no haya una especie de cariño hacia la persona). Su último respiro lo dio a las cinco y tres minutos de la tarde, dado que, aunque en vano, la mujer decidió luchar por recuperar esa bocanada de aire. Pero, como ya podrán sospechar, nadie vence a la muerte. Aunque ya veremos que no es tan así.

Los días y las horas pasaron normalmente para Fran. Un hombre cruzaba la calle. Una mujer se encontraba en una camilla de hospital. Un grupo de jóvenes extranjeros decidieron que era buena idea saltar de un acantilado y zambullirse en un lago. Una semana llena de virus. Una semana muy agitada para los pequeños dedos de fran. Una semana llena de titulares de primera plana, llena de reportajes a familiares, amigos, policías; llena de investigaciones, aunque algunas sin darle mucha importancia al caso. Una semana muy agotadora para este ente experto en el arte de hackear. Tan agotadora, que tuvo que poner sus computadoras en modo automático para poder descansar unas pocas horas. Grave error.

Lo que pretendía ser un pequeño descanso, terminó siendo una larga siesta de ocho largas horas. Está claro que hay casos en que el modo automático no es tan eficiente como cuando la persona es la que está a cargo. Fran se daría cuenta de eso de la peor de las maneras.

Alguien había hackeado la computadora del máximo hacker; del controlador de todo. Una persona, digámosle Andy, vestida totalmente de blanco, que desentonaba completamente con la de fran, que consistía en un par de jogginetas grises, con unas manchas de café que se le había derramado esa vez que se había quedado dormido y no se había dado cuenta de la sirena, y una camiseta color naranja con una gran mancha roja de la salsa de los fideos que se le había caído mientras cenaba la otra noche.

Los botones habían sido cambiados. En vez de llenar de virus y acabar con las vidas de las personas, ahora limpiaban todas las impurezas, alargaba las vidas de aquellos a quienes les correspondería morir. Las personas en los hospitales comenzaron a responder a los tratamientos. Los autos a toda prisa lograban esquivar a los peatones que cruzaban las calles. Incluso los drogadictos y alcohólicos comenzaban a alejarse de aquellas dañinas costumbres.

Nada pudo hacer Fran para recuperar el control sobre su máquina mortal. Desarmó y volvió a armar la computadora. Incluso se puso en contacto con viejos conocidos para tratar de arreglar la situación. Pero nada parecía tener efecto.

Por su parte, Andy comenzó a dedicarse a su ardua tarea de enmendar el mundo y a las personas que vivían en él. Primero comenzó por los enfermos. Mejoró las situaciones de cada uno e incluso llegó a curar del todo a los que parecían no tener remedio. Luego siguió con los drogadictos y alcohólicos, a quienes les quitó todas esas sustancias que los llevaban al abismo, y les dio nuevas metas en la vida: una familia, un empleo, un proyecto a futuro. Las guerras fueron difíciles de solucionar, pero, como ya podemos darnos cuenta, no mucho es imposible para este salvador de la humanidad.

Y, poco a poco, el mundo parecía ser un lugar mejor, un lugar más pacífico. Los conflictos fueron arreglados, las enfermedades curadas, e incluso la delincuencia parecía haber desaparecido. La armonía reinaba sobre este mundo que tanto se caracterizó por la constante violencia y muerte. Hasta que, claro, Fran encontró lo que estaba dañado en su computadora. Ya le parecía haber escuchado que alguien entraba a su habitación aquella noche. Sino era nada más ni nada menos que el interruptor. Todavía no entendía por qué se le había ocurrido la estúpida idea de poner ese estúpido interruptor detrás del monitor. Seguramente porque nunca había pensado que esto podría suceder, por lo que no le dio mucha importancia. Pues claro, con tan solo bajar un pequeño interruptor podría cambiar el destino de toda la humanidad. Al fin y al cabo, Fran no eran tan inteligente como pensaba. Había sido vencido por una simple persona con un plan casi imposible. Pero no. La fuerza de voluntad puede vencer todo. Excepto a la muerte, claro.

Escrito por Paloma Lucas

Ilustrado por Luna Saliva Morillo